jueves, 19 de febrero de 2009

El sentido de la vida.

El sentido de la vida. El tema no es moco de pavo. Pocos se atreverían a lanzarse a esa sima anunciándolo tan a las claras. Terry Eagleton ha salido bien parado del suceso, a pesar de que a su libro le sobran unas 150 páginas, a mi parecer, sobre un total de 200. El remanente, con todo, justifica la publicación del libro.

El autor pasea por distintas interpretaciones de la vida que, por eso mismo, pretenden dotarla de sentido --inherente o atribuido-- ya que, según parece, debería contar con uno que justificase su existencia misma. De la significación inherente de la vida al nihilismo, que pertenece a esos "metafísicos desilusionados", incluidos los existencialistas y los gurús del pensamiento postmoderno, no va tanto trecho. Como observa con toda razón en algún momento, si la vida puede sentirse "nauseabundamente absurda" es, precisamente, porque se tenían ciertas expectativas.

Sigo pensando, aunque pese a los filósofos, que los sabios más grandes de la Historia han sido siempre los poetas (en sentido amplio) gracias, precisamente, a lo que les distingue de aquellos: su asistematicidad, su capacidad para relacionar los mundos posibles, sin comprometerse con ninguno, su distancia próxima o su proximidad lejana, su incoherencia, incluso. El comentario de la obra de Beckett , esquiva y ambigua, me parece ilustrativo en esta línea. El dramaturgo está a medio camino entre el modernismo y el postmodernismo. La espera de los mendigos es una especie de nada, pero entretanto se vive. Podemos postergar de modo permanente el sentido, lo cual ya es casi una razón para vivir, ese continuo diferir la razón desde el presente. La otra cara, la postmoderna, radica en que esa demora no es indefinida: las cosas se vuelven brutalmente ellas mismas, de suerte que ni la vida tiene sentido ni deja de tenerlo.

Entre las etiquetas donde se ha pretendido alojar el sentido de la vida, la más fecunda ha sido la felicidad. Pero ya parece bastante problemático definirla o circunscribir su objeto como para que el quid deseado dé la buena nueva. Entre el estado mental y la cuestión social, tenemos representantes de todas las tendencias. La idea más seductora me parece la de Aristóteles, quien la vincula a la idea política ya que se alcanza a través de la virtud. Implica, en pocas palabras, "la realización creativa de las facultades humanas típicas de la persona", algo "que hacemos y somos en la misma medida". Felicidad, bienestar, placer, satisfacción... grados de la idea.

El poder, el amor, el honor, la verdad, la libertad, la razón, la autonomía, el Estado, la nación, Dios, la contemplación intelectual, etc., etc., son otros posibles candidatos a ocupar la posición de la felicidad en cuanto dadores de sentido. Freud, por ejemplo, empezó creyendo que el sentido radicaba en el deseo y terminó desplazándolo a la pulsión de muerte. Del conjunto de ambas nociones algo se puede sacar.

De la contemplación de Spinoza a la posición wittgenstainiana de que el sentido de la vida, por encontrarse más allá de todas las preguntas, no puede ser una metafísica sino una práctica, hay un abismo que no se puede saltar graciosamente, y que precisa de la ética. No es algo separado de la vida, sino algo que hace que vivirla merezca la pena, o sea, que el sentido de la vida es la vida en sí, "vista de una cierta manera".

Esa cierta manera, una especie de ágape o amor, otra característica etiqueta tradicional. Amor y felicidad son formas de definir ese cierto modo de vida, aproximaciones a lo inefable, aquel con un alcance social, dentro de la máxima reciprocidad posible; este desde un componente individual. No están enfrentados, son complementarios como los miembros de un grupo de jazz. A gran escala, su conexión implica la subordinación de la ética a la política.

Así entendido, dice Eagleton, el sentido de la vida se aplica en una dirección, pero se parece sospechosamente a la ausencia de sentido, en tanto que utopía. ¿Qué más da? Vivir. Y basta.

P.S.: Ya sé que los filósofos me darán para el pelo.

Cosmética del enemigo

Me sigue interesando la escritora más concisa que cabe imaginar. Un rato, no hace falta dedicar más tiempo a sus novelas. Amélie Nothomb, se llama. Si digo cualquier cosa, despiezo la Cosmética del Enemigo, de modo que me callo. Me pareció un pelín previsible, pero vamos.

Nada de perder toda esperanza

En vista de que muchos de los niños de uno de mis grupos de 1º de la E.S.O. eran repetidores que no querían padecer de nuevo la lectura de La Zapatera Prodigiosa, sustituí esta por Yerma. Resultado: les encantó; más todavía cuando orienté su interpretación final a posteriori, para atar algunos cabos sueltos que, como es lógico, restaban todavía.

Curioso. Tanto que nos quejamos de que no leen y resulta que, pese a todo, la calidad literaria se distingue, se aprecia y se disfruta desde el primer instante, por cualidades intrínsecas. Igual no deberíamos ser tan mojigatos con las obras seleccionadas. En 2º (de la E.S.O., también), hubo división de opiniones sobre Farenheit 451, pero un aplauso unánime por el momento para Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti. Me costó mucho, ahora pienso que por prejuicios estúpidos en cuanto al argumento, sugerir esta lectura; me ayudó a decidirme comprobar que el 80% de los chavales ha jugado al Call of Duty y está más que familiarizado con su cruento arranque. Además, se trata de una obra sobre la dignidad humana, no acerca de la tortura, continuamente presente, aunque fuera de escena. Recomiendo este enlace para su estudio: http://www.ucm.es/info/especulo/numero39/espreso.html

Vale.

viernes, 6 de febrero de 2009

Días de vino y rosas


No hace demasiado tiempo, en los albores de este proyecto de blog, hablé de algunas obras en torno al alcohol. Una de las mejores películas de amor, con vapores etílicos por doquier, es el clásico de Blake Edwards, interpretado magistralmente por Jack Lemmon y Lee Remick. La adaptación de David Serrano del original de J. P. Miller (en versión de Owen Mcafferty) no desmerece, en absoluto, la memoria de aquella. Se ha inclinado por la sencillez de un ñaque, ha despojado el escenario de lo inútil, no solo de la presencia de otros actores, sino de elementos contingentes. Todo tiene su función. Todo es útil. Una buena dirección de Townsend en la misma línea.

Las interpretaciones de Carmelo Gómez, siempre sólido en las tablas, y de una espléndida Silvia Abascal, por momentos por encima del otro agonista, resultan una grata sorpresa para quienes no han olvidado el desgarro o la ternura a que mueven los personajes del film. Esta última, una actriz a quien ahora lamento no haber seguido con continuidad desde sus divertidos orígenes en Pepa y Pepe, se ha convertido en mujer bellísima que dista mucho de aquella adolescente juguetona, pasota, y una extraordinaria profesional.

En definitiva, ha sido uno de los mejores momentos que he pasado en el teatro en los últimos años. No me paga el teatro Lara, ¿eh?

Vale.

jueves, 5 de febrero de 2009

El niño con el pijama de rayas

En plena búsqueda de lecturas para los más jóvenes del instituto, acabo de terminar uno de los libros que se ve por doquier en tiendas y transporte público. La historia, de la que me había advertido algún compañero que más que conducir a un debate sobre el holocausto judío, se valía de él, que algún otro me presentó como novedoso en cuanto a su técnica literaria, me ha parecido sencillo, aceptablemente escrito y susceptible de generar discusiones en clase, pero debo reconocer que el final me resulta en exceso artificioso e innecesariamente conmovedor en el camino de la lágrima fácil. No veo dificultad en la técnica narrativa: se trata de un narrador omnisciente en tercera persona que, en ocasiones, asume la perspectiva de uno de los personajes, en cuanto a su edad, para ser precisos. Nada que ver con el extraordinario narrador homodiegético (o autodiegético), en la terminología de Genette (Figures III) que conduce la Aparición del Eterno Femenino, contada por su Majestad, el Rey, de Álvaro Pombo, ese sí un niño de diez años.

Conclusión: puede servir. A los niños les gusta. Más o menos, quiero decir. Por ahora, he probado un comentario de texto sobre el capítulo 7 en chavales de 1º y 2º de ESO. Quizá más adelante sea una lectura completa, aunque no sé.