El autor pasea por distintas interpretaciones de la vida que, por eso mismo, pretenden dotarla de sentido --inherente o atribuido-- ya que, según parece, debería contar con uno que justificase su existencia misma. De la significación inherente de la vida al nihilismo, que pertenece a esos "metafísicos desilusionados", incluidos los existencialistas y los gurús del pensamiento postmoderno, no va tanto trecho. Como observa con toda razón en algún momento, si la vida puede sentirse "nauseabundamente absurda" es, precisamente, porque se tenían ciertas expectativas.
Sigo pensando, aunque pese a los filósofos, que los sabios más grandes de la Historia han sido siempre los poetas (en sentido amplio) gracias, precisamente, a lo que les distingue de aquellos: su asistematicidad, su capacidad para relacionar los mundos posibles, sin comprometerse con ninguno, su distancia próxima o su proximidad lejana, su incoherencia, incluso. El comentario de la obra de Beckett , esquiva y ambigua, me parece ilustrativo en esta línea. El dramaturgo está a medio camino entre el modernismo y el postmodernismo. La espera de los mendigos es una especie de nada, pero entretanto se vive. Podemos postergar de modo permanente el sentido, lo cual ya es casi una razón para vivir, ese continuo diferir la razón desde el presente. La otra cara, la postmoderna, radica en que esa demora no es indefinida: las cosas se vuelven brutalmente ellas mismas, de suerte que ni la vida tiene sentido ni deja de tenerlo.
Entre las etiquetas donde se ha pretendido alojar el sentido de la vida, la más fecunda ha sido la felicidad. Pero ya parece bastante problemático definirla o circunscribir su objeto como para que el quid deseado dé la buena nueva. Entre el estado mental y la cuestión social, tenemos representantes de todas las tendencias. La idea más seductora me parece la de Aristóteles, quien la vincula a la idea política ya que se alcanza a través de la virtud. Implica, en pocas palabras, "la realización creativa de las facultades humanas típicas de la persona", algo "que hacemos y somos en la misma medida". Felicidad, bienestar, placer, satisfacción... grados de la idea.
El poder, el amor, el honor, la verdad, la libertad, la razón, la autonomía, el Estado, la nación, Dios, la contemplación intelectual, etc., etc., son otros posibles candidatos a ocupar la posición de la felicidad en cuanto dadores de sentido. Freud, por ejemplo, empezó creyendo que el sentido radicaba en el deseo y terminó desplazándolo a la pulsión de muerte. Del conjunto de ambas nociones algo se puede sacar.
De la contemplación de Spinoza a la posición wittgenstainiana de que el sentido de la vida, por encontrarse más allá de todas las preguntas, no puede ser una metafísica sino una práctica, hay un abismo que no se puede saltar graciosamente, y que precisa de la ética. No es algo separado de la vida, sino algo que hace que vivirla merezca la pena, o sea, que el sentido de la vida es la vida en sí, "vista de una cierta manera".
Esa cierta manera, una especie de ágape o amor, otra característica etiqueta tradicional. Amor y felicidad son formas de definir ese cierto modo de vida, aproximaciones a lo inefable, aquel con un alcance social, dentro de la máxima reciprocidad posible; este desde un componente individual. No están enfrentados, son complementarios como los miembros de un grupo de jazz. A gran escala, su conexión implica la subordinación de la ética a la política.
Así entendido, dice Eagleton, el sentido de la vida se aplica en una dirección, pero se parece sospechosamente a la ausencia de sentido, en tanto que utopía. ¿Qué más da? Vivir. Y basta.
P.S.: Ya sé que los filósofos me darán para el pelo.