jueves, 18 de diciembre de 2008

Punset y sus viajes

Eduardo Punset, a primera vista, es un excéntrico. No meramente un personaje extravagante, sino un chalado. Nadie puede ser tan tranquilo. Ni siquiera tiene derecho a eso en medio de la tensión cotidiana de nuestras ciudades. Pero el tipo, que ni sabe dónde está porque no para de coger aviones (aunque no son esos los viajes que dan título al post), que no para de hacer esto y lo otro, no debe de pasar de las cuarenta pulsaciones por minuto, sin embargo, y, más que probablemente, resulta aletargado para el 80% de la población, diré a modo de ejemplo, madrileña, cuya neurosis impaciente impide soportar su parsimoniosa dialéctica.

Para mí es, como dice medio en broma medio en serio Andreu Buenafuente (o sea, como dice siempre las cosas importantes), un sabio. Esa paz que proyecta, propia de la vida retirada que cantara Fray Luis, justamente, procede de un interior en calma, donde se me ocurre que la inquietud más perversa podría ser una reflexión acerca del posible canibalismo de las eucariotas o si la soledad del hombre se puede parangonar con las de las estrellas en un universo en expansión, sobre fondo vacío. Claro, así cualquiera.

Pensaba haberme dedicado a anotar algunas de sus ideas más celebradas, al menos por mí, comenzando por El viaje a la felicidad, siguiendo por El viaje al amor y terminando por ¿Por qué somos como somos?, los tres libros que he leído de este divulgador científico genial, a veces histriónico gracias a un sentido del humor nada corriente. Son parte, los tres, de una biblioteca más amplia de publicaciones resultantes del programa Redes, de TVE2.

En lugar de eso, propongo media hora entretenida de entrevista en un programa de humor, donde discurre sobre la felicidad como ausencia de miedo, en la sala de espera de la felicidad, siempre y cuando se tenga alguna sensación de control sobre la propia vida; plantea la ausencia de dolor que define la belleza o la necesidad de emocionarse ma non troppo; trata sobre la soledad, la incapacidad de decidir racionalmente, el imposible cambio de opinión (que ya descubriera la Psicología social), versa acerca de la muerte y, curioso, sobre la adolescencia como enfermedad --pobres niños--, entre otras muchas cosas.



jueves, 11 de diciembre de 2008

Nadie conocía el perfume

Entre los muchos libros que voy releyendo en busca de un poema apropiado para que los niños aprendan de memoria o, simplemente, por el placer de hacerlo ahora que el tiempo no me oprime el pecho, he probado de nuevo el sabor del Diván del Tamarit.

Hace unos años asistí a una conferencia en que Carlos Cano explicaba la experiencia de poner música a un poemario como este en un disco de una sensibilidad admirable. Contaba, con mucha gracia, cómo concierto tras concierto se le acercaban sus fans sexagenarias, seguidoras de la copla más que de la poesía del granadino, para expresar lo inefable de la literatura mejor que cualquier crítico adusto, con estas palabras, aproximadamente: "Carlos --le decían--, no he entendido ni papa, pero qué bonito". Yo no podía evitar recordar a aquellas monjas del dieciséis, en trance por la audición incomprensible de los versos de Juan de Yepes, de San Juan.

Vale.




"Gacela del amor imprevisto" (Federico García Lorca; música: Carlos Cano; intérpretes: Ana Belén Solá y Pilar Alonso).

La cara oculta de oriente.

Con su novela Estupor y temblores, Amélie Nothomb nos introduce en el Japón empresarial del que, aunque me interesa menos, hay un eco autobiográfico en la novela. El título, que remite a la actitud que debe mantenerse en presencia del Emperador, sintetiza el tema de la obra. Sobre todo el estupor (al fin y al cabo, los temblores son a lo sumo su corolario, si es que no el humor).

Podredumbre empresarial, envidias, zancadillas, arbitrariedad, existen en todas partes. El choque cultural no se halla en la diversidad de sentimientos o conductas, sino en su motivación. A igual estímulo, divergentes reacciones aquí y allá.

Excesiva la dureza de la bronca del gordo a Fubuki, la ninfa que enamora a Amélie (el personaje), violación simbólica sin duda reproducida centenares de veces en la cultura occidental, pero inmensa tolerancia y sumisión niponas por parte de esta; paradójica prohibición de hablar el idioma que ha llevado a la joven a ocupar un puesto en la multinacional, contradictoria caída laboral por un trabajo bien hecho a iniciativa propia, más o menos; terrible frustración femenina en el país, incluso en caso de éxito profesional; curiosas protestas ante la injusticia que repercuten en el beneficio de la madre empresa: Todo esto y algo más, en un par de horas de lectura amena. No está mal, aunque me costó regalar a cambio La especie elegida.

Vale.

Firmin



Firmin da nombre a dos grandes personajes literarios. El de la novela de Lowry ya mencionada en este blog y la rata humana, demasiado humana, del libro de Sam Savage.


Despierta a la vida consciente el animalillo nacido, por uno de esos azares de la madre naturaleza, en una librería del Boston de los años 60, por devorar no solo en sentido literal los libros del establecimiento. Este ser sabio y frustrado por la imposibilidad de formar parte de la comunidad cultural a la que pertenece pero, a un tiempo, capaz de renunciar a su instinto sin ignorar su condición, pese a cierto zoofílico interés por las hembras descocadas de la especie humana con la fascinación por el cine de telón de fondo, conduce a reflexiones más o menos profundas sobre el ser humano entre guiño y guiño al lector, siempre con la sonrisa en los labios.


Vale.
P.S.: Las divertidas ilustraciones que incluye la edición de Seix Barral son de Fernando Krahn. La más que aceptable traducción, de Ramón Buenaventura.