domingo, 31 de agosto de 2008

Sobre un par de ilustres borrachos

Decía García Márquez que por más que leía y releía la obra de Lowry, no le hallaba las costuras. Tanta perfección encontraba. No en vano es una tarea de más de diez años. Resulta evidente que Malcolm no andaba bien de la azotea, no quiero aventurar razón alguna. También el Museo de Macedonio Fernández se produjo a lo largo de un período demasiado prolongado para el gusto del autor actual, productor de un libro al año (acaso salvo los del tipo de Méndez y sus girasoles; quiero decir, los escritores tardíos, bien armados de paciencia), pero capaz, sin embargo, o precisamente por eso, de avivar la literatura argentina, según Piglia, y este no es un juicio que deba dejarse correr. Eludiré aquí los paralelismos entre el nacimiento de Tristram y el de la novela de Macedonio, pero quiero poner sobre el tapete que las novelas de borrachos, sus similitudes formales y el carácter de sus personajes, por lo general, me fascinan. Con novelas de borrachos me refiero mucho menos a Bukowski que a Moscú-Petushki, de Venedikt Erofeev, para que nos entendamos.

En el caso de Bajo el volcán, las visiones delirantes de Firmin, aunque no solo ellas, dan lugar a algunos de los mejores monólogos interiores, a algunas de las mejores transiciones, de que he podido disfrutar. Por lo que respecta a la obra de Erofeev, toda ella transcurre en una nube etílica sin parangón, que devuelve al protagonista al concluir la novela al origen y no al destino del periplo emprendido sin que el lector adivine una sola fisura en ese fabuloso continuum, como en la transformación de cierto observador en axolotl.

1 comentario:

MoiZés AZÄÑA dijo...

La perfección consiste en saber usar bien la imperfección.

AZAÑA ORTEGA