He publicado esto en el número de junio de la revista del insti:
Las novelas, a veces, se disfrazan: No les queda más remedio. El Lazarillo empleará hasta tres máscaras diferentes para poder ver la luz allá por los años cincuenta del siglo XVI. No se olvide que se trata de una obra peligrosa por hallarse en lucha abierta con el poder establecido, por una parte, y sumamente novedosa por su técnica y por su temática literarias, por otra, de manera que por este procedimiento pretende ser asimilada a géneros y formas conocidos, pasar por lo que no es y ocultar, asimismo, lo que en verdad la constituye, a fin de ser aceptada entre lectores y editores. De que el ardid tuvo éxito es buena prueba su misma publicación.
En primer lugar, se hace pasar por una carta autobiográfica. No se conocían demasiado bien que digamos los procedimientos narrativos en la época en la que surge nuestra obra. A lo mejor convendría recordar que no existía la novela picaresca antes del Lazarillo ni mucho menos la novela, sin apellidos, tal y como la concebimos en nuestros días. La relación en primera persona de la propia vida era un género delicado en extremo: arriesgar una autobiografía en aquellos días no era una broma y apenas había unas pocas, mendaces y fantásticas, que narraran vidas de soldados. El propio Emperador, Carlos V, a la hora de dejar, más que lo dicho, una memoria política, se detiene una y otra vez a justificar su necesidad frente a la posible vanidad de reflejarse en ella como ser humano, intentando exculparse ante Dios y ante los hombres del peor de los pecados, el de soberbia, madre y fuente de todos los demás, como es sabido —no en vano hizo caer a cierto ángel de todos recordado—. Si un personaje tan ilustre encuentra tantos y tales motivos para eludir la responsabilidad de una autobiografía, ¿cómo es posible que el hijo de un ladrón de poca monta y una mujer deshonesta nos presente la historia de su vida, nada menos que con intención moral, cuando el caso que le hace tomar la palabra consiste en un más que probable adulterio de su mujer? La respuesta es más sencilla de lo que parece: porque no es una autobiografía. En otras palabras: Lázaro no escribió el libro, no escribió el Lazarillo
que tenemos en las manos; no es el autor, en definitiva. Pero la adopción de un recurso parecido a la autobiografía, aunque no lo sea, cumple su cometido a la perfección. Podría decirse que se trata del disfraz que ha de adoptar para que el público reconozca el género y apruebe el relato con su lectura.
Por concluir este apartado, desde el mismo punto de vista, si el autor de la obra no es a su vez quien la cuenta, es decir, Lázaro, debemos reconocer que éste tampoco escribió —aunque la carta pública era un género igualmente reconocible con el que se pudo camuflar nuestra novela— una epístola a un destinatario real de más claro linaje, cuyo nombre nos es desconocido, sino a un receptor interno o narratario. El pícaro no pasa de ser, pues, como decimos, un personaje destinado a padecer los sucesos de la historia lectura tras lectura y, desde luego, un narrador, prisionero también en el texto por naturaleza, sin una ventana al mundo empírico, al mundo en el que nosotros respiramos, comemos o bebemos, o en el que hablamos —por lo menos algunos— de este o de aquel libro.
Este disfraz de técnica literaria lleva aparejada una segunda máscara. Al mostrársenos como un escrito original de un tal Lázaro de Tormes, nacido —literalmente— en el río y residente en Toledo en el momento de tomar la pluma, en la frontera entre realidad y ficción que define el empleo de la primera persona narrativa, el texto se decanta justo por la defensa de lo que no es: No se nos aparece como un relato meramente verídico, sino verdadero; no pretende parecer realista, sino real. Y es altamente probable que se tomase por real y por verdadero entre los lectores coétaneos de la obra, índice de que el disfraz dio resultado.
Pero para su publicación todavía debía superar un obstáculo más. Se afirma con frecuencia y con no poca razón que en la época a la que venimos refiriéndonos nos encontramos en un momento de enorme experimentación literaria. No obstante, los libros que pasan por los talleres de imprenta son, en proporción abrumadora, de gusto medieval. Los libreros, aquellos negociantes que no sólo distribuían los libros sino que sufragaban los gastos de la publicación del texto, apostaban sobre seguro y optaban por garantizarse cuando menos la recuperación de los costes por el sencillo expediente de llevar adelante tan solo éxitos comerciales ya probados. Si uno vuelve la vista a los años de publicación de La vida del Lazarillo de Tormes, se puede constatar que entre 1550 y 1554 aparecieron tres ediciones de novelas sentimentales (dos de la Cárcel de amor y otra del Processo de cartas de amores), cuatro traducciones (dos italianas: las novelas cortas de Bandello y, por supuesto, el Decamerón; y dos clásicas: las fábulas esópicas y Teágenes y Cariclea, de Heliodoro), una novela bizantina (Clareo y Florisea), un contrafactum (Libro de cavallería celestial del pie de la rosa fragante), la autobiografía de Diego Núñez de Alba, una obra pastoril (Menina e moça) y la Comedia pródiga. Fuera de esa lista miscelánea, destacan por su presencia mayoritaria los libros de caballerías, que indiscutiblemente miran hacia el pasado sin afán experimental alguno. Entre las fechas dadas, no sólo se publican el Lisuarte, Rogel de Grecia, Lepolemo o el Palmerín, sino que el Amadís se edita en varias ocasiones y, lo que es más importante, abundan en las prensas los relatos caballerescos breves, género al que se ha prestado poca atención, a pesar de aportar el vestido editorial del Lazarillo. Así, Canamor, el Guillermo, Pedro de Portugal, Fernán González u Oliveros, cuya historia se publica hasta en cinco ocasiones, son el modelo del que se vale el autor de nuestra novelita picaresca para pasar al mundo de los libros vivos, de la letra impresa, so pretexto de contar, como ellos, una corta narración anónima de base folclórica y popular y de ceñida ejemplaridad moral —más que discutible en nuestra obrita, aunque se pueda asumir—. Pero el Lazarillo es una isla. Ni tiene antecedentes, ni dejó estela.
Como una golondrina no hace Verano, habrá que esperar hasta final del siglo y albores del siguiente a que un tal Mateo Alemán se fijara en el personaje quinientista y redactara Guzmán de Alfarache, que no sabemos muy bien en qué consiste, mas fundamental e imprescindible en la génesis de la novela moderna, con parada en Cervantes para que podamos hablar del surgimiento de ese género llamado «novela picaresca». Pero esa es otra historia.